Nunca los niños cucones
necesitaron maestro
para aprender los colores,
los conocieron creciendo
por los mágicos rincones
de nuestro precioso pueblo.
Blanco de sus casas blancas
que se apiñan en el cerro,
de las sutiles nevadas
que tapizan la montaña
cuando se arrecia el invierno,
de la leche de las cabras,
de la lana del cordero
y de la flor de la jara,
esa mariposa inquieta
que nunca levanta el vuelo.
Gris en el rudo bornizo
de los alcornoques nuevos
y en los escarpados riscos
donde los machos monteses
hacen alarde de
cuernos.
Rojo de las amapolas,
de las brasas de un
buen fuego,
de las pinturas
famosas
que tanta gloria nos dieron
y el fruto de las
“madroñas”
que a nuestra Sierra Madrona
le dieron nombre hace tiempo.
Naranja en la bella estampa
del atardecer rañero,
del níscalo que entre pinos
se asoma rompiendo el suelo
y del tronco de
alcornoque
recién pierde su
pellejo.
Verde de jara y de brezo,
de retama ,de romero
,
de roble, encina y
enebro;
verde de los olivares
que se aferran a los pechos
y del aceite de
sierra
que hasta que llega a la mesa
requiere de mucho esfuerzo
por lo duro de esta tierra.
El castaño en los senderos,
en el pelo de la cierva,
en las bellotas morenas
que desde octubre a febrero
son reinas de
montanera.
Rosa en la flor de peonía
y el arrebol de poniente
que engalana puerto viejo
cuando terminan los días.
Los amarillos intensos,
en la elegante mimosa
que se despierta en enero
y en las flores de la hiniesta
que embellece los maderos
el tres de mayo en su fiesta.
Y cuando se muere el
sol,
y apaga el azul del cielo
se le acaba el alimento
a este espectro de color
y se muestra el color negro;
negro de la noche negra
donde caza el
cuquillero,
donde nacen las estrellas
y se descubren los miedos,
donde se escuchan los lobos,
donde se velan los muertos,
donde se cierran los ojos
para comenzar los sueños.
Guillermo Gutiérrez